Las
fiestas pasaron. La actividad se reanuda. Aquí no ha pasado nada. Ni los más
optimistas recuerdan ya que, durante unos segundos, llegaron a pensar, e
incluso a creer, que el cambio de año iba a cambiar algo.
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Superadas
las resacas gastronómicas y las sentimentales, cerrado hasta el año que viene
el baúl de los tópicos –con naftalina, por favor, que no se apolillen-, el
balance de las fiestas es decepcionante: un punto más en el cinturón y una
espantosa corbata nueva en el armario.
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El
calendario dice que las fiestas pasaron, pero la corbata seguirá siendo una
pesadilla hasta que le caiga la salvadora mancha de salsa vinagreta. A partir
de ese momento, la vida podrá empezar a verse con cierto optimismo.
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Otra
reflexión para el optimismo, o para el pesimismo, a elegir: por mal que vayan
las cosas, siempre pueden ir peor, así que hay que plantarle cara al ajustado bisiesto
que nos amenaza y conformarse con la corbata que, bien mirada, y cuando uno se
acostumbra, no resulta tan espantosa y, además, la mancha de vinagreta casi no
se nota.
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Lo
siento por los supervivientes que hayan llegado a esta última píldora, pero,
hasta donde alcanza mi memoria, estas fiestas siempre me han provocado un
bajonazo anímico talla XXL. Cómo será que quise hacer mi primera obra buena del
año con un alegato contra la guerra y el racismo en clave de humor, y hasta el
humor me salió negro:
“¡Al
negro, al negro!”, fue lo último que oyó el Rey Baltasar un segundo antes de
que la piedra le diera de lleno en el turbante.
“Paz
en la tierra a los hombres de buena voluntaaaaAAAY”, dijo el ángel, allá en
Belén, a un vuelo del Golfo Pérsico, cuando un misil con cabeza nuclear le
desplumó un ala.
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