sábado, 29 de diciembre de 2012

LOS VINOS Y LOS AMIGOS (Y II)



“Si quieres vivir mucho, guarda un poco de vino rancio y un viejo amigo” (Pitágoras)

Decía en la anterior entrega que iba a seguir demostrando que el lenguaje del vino es un filón inagotable de similitudes a la hora de calificar y definir a nuestros amigos.
Voy a reproducir literalmente una breve selección del vocabulario del vino que he encontrado en un libro de cata. Yo me he limitado a cambiar la palabra “vino” por “amigo”.

ÁCIDO
Amigo que presenta un exceso de acidez. También se le puede llamar “picado”
AGRESIVO
Amigo sumamente ácido y desagradable.
ALEGRE
Ligero y fresco; fácil, sin complejidad.
AMABLE
Término utilizado para algunos amigos en extremo agradables.
APAGADO
Falto de brío.
ARMÓNICO
Con una gran conjunción y perfecto equilibrio en todos sus caracteres.
CARÁCTER
Amigo con personalidad
CARNOSO
Amigo con cuerpo, bien conjuntado, que produce una amplia impresión física.
COMPLEJO
Que ofrece una amplia gama de sensaciones.
COMÚN
Corriente, sin cualidades.
CRUDO
Joven, sin terminar; tierno.
DECRÉPITO
Defectuoso por excesivo envejecimiento.
DEGRADADO
Amigo en el que sus cualidades van evolucionando a peor.
DESCOMPUESTO
Mal conservado, de mal gusto.
ELEGANTE
Equilibrado y con delicadas y sugerentes sensaciones.
ESTABLE
Que mantiene sus cualidades y caracteres sin cambios negativos.
FRANCO
Anterior Jefe del Estado español (1892-1975).
Por caprichos del lenguaje, dícese de un amigo que no engaña, que se expresa claramente y con honradez.
GOLOSO
Se dice de los amigos cuya cata es muy placentera.
LIMPIO
De aspecto transparente, bien presentado.
PELEÓN
Corriente y vulgar
PESADO
Amigo que, si bien no presenta defectos significativos, resulta poco grato.
ROBUSTO
Bien dotado de cuerpo
SUCIO
Con olores extraños e impropios de su crianza.

Me estoy poniendo pesadito, pero esto es sólo un avance. Todavía me queda mucho por investigar.
A la hora de establecer un paralelismo exhaustivo y sin fisuras entre la operación de la cata de un vino y la de un amigo, no siempre lo encuentro de forma satisfactoria. Por ejemplo, en un manual de cata se dice que el procedimiento para valorar la transparencia del vino consiste en pasar un objeto o un dedo por el culo de la copa, situada sobre un fondo blanco. Creo que muchas amistades se romperían si intentáramos hacerles esta prueba de transparencia, aunque, no nos engañemos, en algunos casos, este puede ser el comienzo de una gran amistad.
Y con esta frase, que es la frase final de la película “Casablanca", voy a terminar yo también. Es una frase que me gusta tanto, que siempre me las arreglo para colocarla, venga o no venga a cuento.
Gracias por vuestra atención, mis queridos, alegres, amables, amorosos, armónicos, elegantes, golosos, robustos, vivos y, en algunos casos, añejos amigos. Consideradme vuestro “gran reserva" de la amistad. Espero no avinagrarme más con el paso del tiempo, pero si alguno quiere hacerme la prueba de la transparencia descrita anteriormente... ¡NI SE LE OCURRA!

sábado, 15 de diciembre de 2012

LOS VINOS Y LOS AMIGOS (I)


Para empezar, voy a deshacer la ambigüedad del título diciendo de qué no voy a hablar.
No voy a hablar de la tercera fase en el proceso de la borrachera, cogorza, melopea, embriaguez, curda, turca, mona, pítima, tablón, tajada, merluza, tranca o papalina; la tercera fase, decía, consistente en la exaltación de la amistad.
Porque como todo el mundo sabe, a partir de cierta saturación etílica, se entra en una primera fase, la polifónica, consistente en cantar a coro “Asturias patria querida, Asturias de mis amores, o las variantes regionales que corresponda. La segunda fase, la itinerante, consiste en abrazarse a las farolas eléctricas, y no precisamente por amor al kilovatio. Y llegamos a la tercera: la exaltación de la amistad. En esa fase se experimenta una especial ternura por el amigo y se le dan aparatosos abrazos destacando sus inexistentes virtudes y sellando un pacto de amistad de volátil eternidad.
Bueno, pues esta relación de la que estoy hablando entre el vino y la amistad no tiene nada que ver con lo que quiero contaros y, por lo tanto, no voy a hablar de ella.
Entonces, se estarán preguntando los esforzados lectores que hayan llegado hasta aquí, ¿de qué va hoy este tío? Si lo piensan y no se van es porque: primero, son buenos amigos; segundo, son de buena crianza.
Y así, burla burlando, diría Lope, ha aparecido un primer factor común al amigo y al vino: la crianza. Y sobre esto sí que versa mi entrega de hoy.
Hace unos doce años, cuando terminó la asamblea en la que dejé, después de ocho años, la presidencia de una asociación de cierta notoriedad pública, fui asaltado por un gran número de periodistas, o sea, dos becarios, que buscaban, en exclusiva mundial, las primeras declaraciones de aquel reciente y modesto “ex”. Uno de ellos me preguntó:
- En estos años de presidencia, habrá hecho usted muchos amigos, ¿no?
Aunque quise ponerme estupendo en la respuesta, sólo se me ocurrió, a bote pronto, esta tontería:
- Bueno... esto... eeeemm... Yo creo que a los amigos, como a los vinos, hay que dejarlos en reposo... y el tiempo tiene la última palabra.
Pero al cabo de las horas, al cabo de los días, la respuesta resonaba todavía, rebotando alocadamente por pliegues y recovecos en mi cerebro. Pensándolo bien, lo que dije no era ninguna tontería; cada vez lo encontraba más cargado de sentido común, porque la relación, equiparación o paralelismo entre los amigos y los vinos es más evidente de lo que parece.
La primera similitud se desprende directamente de mi respuesta al periodista: “El tiempo tiene la última palabra”. En efecto, los amigos, como los vinos, pueden ser del año (tienen escaso recorrido, duran poco, se avinagran pronto); de reserva (se conservan durante un tiempo razonable; mantienen, e incluso pueden mejorar sus cualidades con los años); de gran reserva (son para toda la vida, o casi; aunque los arrinconemos durante largas temporadas, mantienen vivos sus principios y, cuando recurrimos a ellos, pocas veces nos defraudan).
Sin ánimo de agotar los paralelismos, que son muchos, todos tenemos en nuestra amigoteca mental, que es el lugar donde se coleccionan, almacenan y clasifican las amistades, algunos amigos que, como ciertos vinos, nos producen un insufrible dolor de cabeza e incluso vomitera. Y no digamos nada de esos otros cuyo trato frecuente, abrumador y obsesivo requieren, de vez en cuando, una cura de desintoxicación.
Pero es en la cata y degustación de los vinos donde encontramos un lenguaje que igual sirve para calificar a un vino que a una persona.
Leemos, por ejemplo, en una guía de vinos refiriéndose a un Penedés: “Tiene rasgos de buena crianza; equilibrado y agradable, complejo y elegante” Podríamos preguntarnos: ¿Se refiere a un vino o a un amigo común? Pero la valoración no termina ahí. La ambigüedad puede acabar rozando… Bueno, que cada uno piense lo que quiera: “Es carnoso, muy largo y con un magnífico retrogusto en el paso por la boca.”
La degustación y la cata de un vino, por lo que vemos, son similares a la valoración de un amigo.
Leemos en un manual de cata: “La degustación permite, por mediación de los sentidos, definir un conjunto de impresiones y sensaciones, buenas o malas, a nivel del tacto, de la vista, del olfato y del gusto”.
Aquí me vais a permitir que tire piedras sobre mi propio tejado rompiendo el paralelismo: hay amigos y amigas a quienes puede ser muy placentero valorar mediante la vista, el tacto, el olfato y el gusto; pero otros, y tengo en mente a tres o cuatro, a quienes ni borracho cataría con el tacto o con el gusto y, desde luego, con el olfato, ni muerto.
En la próxima entrega voy a seguir demostrando que el lenguaje del vino es un filón inagotable de similitudes a la hora de calificar y definir a nuestros amigos, copiando literalmente un vocabulario del vino, con la sugerencia de que se sustituya la palabra “vino” por “amigo”:

Continuará en la próxima entrega

sábado, 1 de diciembre de 2012

ENGÁÑAME UN POQUITO, POR FAVOR



“Doctor: mis padres me engañaron con aquella historia de los Reyes Magos de Oriente. Cuando me enteré de la verdad estuve tres años engañándoles yo a ellos cada vez que llegaba la regia visita, poniendo una carita de tonto de la que aún conservo vestigios.
Me volvieron a engañar con eso de los niños aerotransportados en cigüeña desde París. Cuando un compañero de clase  generalmente bien informado me explicó el mecanismo real, me pareció más raro todavía que la versión paterna.
Me engañó mi profesora de francés del instituto cuando me dijo que yo sabía francés. Fueron los franceses, se diga lo que se diga de ellos, los que me abrieron los ojos durante mi primer viaje a Francia; fueron muy simpáticos conmigo y se reían mucho con las cosas que yo les decía.
Me engañó en mi adolescencia una deliciosa criatura rubia con unos felinos ojos verdes que me miraban entreabiertos con devoradora intensidad. Cuando, derretidito perdido, estaba a punto de dejarme depredar por ella, observé que a todos los chicos los miraba igual, y también a las farolas, y a las esquinas. Descubrí que aquella mirada de la tigresa no era apasionada, sino miope, y que la muy presumida se negaba a usar gafas.
Me engañó la leyenda urbana que decía que el pétreo monumento ubicado en la Punta del Sebo de Huelva (ciudad que me vio nacer, aunque en seguida se puso a mirar para otro lado) era una erección de Colón, cuando en realidad la figura erigida era la de un franciscano, en honor de la comunidad religiosa que le ayudó decisivamente a hacer las Américas.
Y esto, doctor, es solo una muestra de la historia de mi vida, y no sigo porque ese dichoso cronómetro con el que está usted minutando la consulta me va a llevar a la ruina. Ahora podrá entender por qué le estoy pidiendo un tratamiento de desintoxicación. Estoy tan acostumbrado a que me engañen, que cuando hay elecciones leo los programas de todos los partidos políticos y, lo que es más grave, me he convertido en un adicto a la lectura compulsiva de la prensa. Al principio me conformaba con que los políticos y los periodistas me engañaran sólo en un periódico, pero ahora necesito, por lo menos, cuatro.”

Al llegar a este punto, el psicoanalista, que por una extravagante y casual anomalía no era argentino, estaba haciendo lo que era habitual en él cada vez que yo le hablaba desde el diván con los ojos cerrados, o sea, no me estaba escuchando, distraído en una desenfrenada búsqueda en sus fosas nasales, según se entra, al fondo a la derecha. Yo, por mi parte, como era también habitual, le pagué la consulta con un billete falso y un klinex agujereado en el centro para que pudiera meter el dedo en futuras prospecciones. Cerró ceremoniosamente su bloc de notas, abrió la puerta y me dijo: “Lo siento, amigo, lo suyo es incurable. Le espero el martes, como siempre”.