viernes, 21 de octubre de 2011

AYER PERDÍ LA VIRGINIDAD

Ayer perdí la virginidad: leí un libro electrónico. Al ser la primera vez, quise hacerlo con alguien de confianza, y elegí a Julio, un breve relato de Julio Cortázar.
Mis hijos me lo habían regalado por el cumpleaños de su madre; quiero decir que ella, al recibirlo, sujetándolo por una esquina con la punta de los dedos, me lo dio diciendo: “Toma, dime cómo funciona esto”. Algo así como si el emperador me hubiera invitado a probar su comida por si estaba envenenada. El artilugio venía sin libro de instrucciones; mejor dicho, había una escueta instrucción que decía que el libro de instrucciones estaba en la propia memoria del libro electrónico, o sea, que para saber cómo funcionaba, había que hacerlo funcionar previamente. Empezábamos bien.
Pero no quiero cansar a mis sufridos lectores con peripecias electrónicas, para pasar a mis reflexiones y consideraciones meramente bibliófilas y sentimentales.
Para mí, la lectura siempre ha estado unida a una liturgia sensual añadida al contenido y al placer intelectual de la obra literaria. Si la lectura de un libro es un acto de amor; ¿por qué ir directamente al grano? Mi ritual, cuando el libro es de reciente publicación, comienza quitándole delicadamente la faja que algunos traen con informaciones sobre el número de ediciones, reseñas críticas, premios obtenidos… Le acaricio después el lomo y la cubierta para sentir su textura; valoro su peso: éste se puede leer en la cama, éste en el sillón y en el cuarto de baño, éste sólo sobre la mesa… Después, cuando se abren sus páginas ante mí, percibo el olor de la tinta fresca y el tenue ruido que emiten, al pasarlas, cuando se rompe el ligero velillo que había dejado en sus bordes el último corte de la cizalla. Entonces, y solamente entonces, se puede pasar al acto. Al acto de la lectura. Y cuántas sensaciones y recuerdos acompañan al viejo libro que se saca de la estantería para releerlo; es como reverdecer un viejo amor y rememorar aquella primera vez: la dedicatoria del autor en algunos casos; el tique de compra olvidado entre sus páginas; los subrayados y comentarios marginales; los granos de arena dentro del que se disfrutó en la playa o el billete de transporte del que se leyó en un autobús; el orgullo del buscador de tesoros cuando encontró aquella primera edición…
¿Llegará a haber tanta vida detrás de un libro electrónico? ¿Cómo será, en el futuro, mi relación con ese artilugio? No sé si, con el paso del tiempo, la comodidad, el precio u otras ignotas ventajas  me soplarán arteramente al oído la invitadora tentación de rendirme. Si llegase ese día, cada vez que pasara por delante de una librería cambiaría de acera, nostálgico y avergonzado. En mi casa, desde sus estanterías, mis viejos amantes me recordarían la traición.


viernes, 14 de octubre de 2011

ELSÍNDROME POST-VACACIONAL

En nuestro Siglo de Oro [de las Indias], nobles y señores con más orgullo que hambre, siendo ésta mucha, se esparcían migas de pan por barbas y gorgueras para que sus pares y vecinos creyeran que habían comido.
En época más cercana, las familias venidas a menos (en crisis, diríase ahora) reeditaban la precariedad y el orgullo de aquellos señores y, al llegar el verano, se encerraban en sus casas, bajaban las persianas, vivían a oscuras, hablaban en susurros y se deslizaban con pasos sigilosos. Todo ese ceremonial era para que los vecinos no se enteraran de que no habían podido salir de vacaciones (de veraneo, decíase entonces).
Hace más de treinta días que regresé de mis vacaciones. El bronceado que adornaba mi epidermis, aunque suave y discreto, me hubiera permitido presumir de veraneo ante mis amistades; sin embargo, desde entonces me he encerrado en mi casa, he bajado las persianas, vivo a oscuras, hablo en susurros y me deslizo con pasos sigilosos. ¿Para qué esas precauciones? Para que mis amigos y vecinos no se enteren de que ya he vuelto, evitando así que me inviten a tomar un cafelito en su casa. Es una trampa. Después del cafelito comenzaría la proyección, horas y horas de suplicio, de todos los vídeos grabados durante las vacaciones: primero, los niños de la familia chapoteando en las olas de la bajamar; seis horas más tarde de tortura, los niños de la familia siguen chapoteando en las olas, ya de la pleamar; después, los niños de la familia haciendo castillos en la arena y derribándolos, y haciéndolos otra vez y derribándolos; entre derribo y derribo, planos, con un alocado zoom, de los actores secundarios de la familia (los abuelos y el perro).Tengo que reconocer que ninguno de mis amigos tiene el talento de Antonioni, pero, para ser sincero, debo también confesar que, aunque parezca imposible, son todavía más aburridos que el cineasta italiano.
Y para qué hablar de los que no tienen videocámara y su herramienta de tortura es una cámara fotográfica y una afición desenfrenada a darle gusto al dedo. Una proyección de más de quinientas fotografías, contando con la colaboración necesaria de un tipo llamado Power Point, o algo así, me tocó sufrir un día del año pasado de infausto recuerdo.
Estas son las razones de mi enclaustramiento. El temor a los amigos es el verdadero síndrome post-vacacional, y no el que se han inventado los periodistas y los psicólogos.
Pero en mi despensa han empezado a aparecer telarañas y voy a salir a la calle a reaprovisionarme. Después de buscar sin éxito por toda la casa una ropa de camuflaje o un disfraz adecuado, he tenido que fabricarme una barba postiza con los flecos de la alfombra del salón. Espero que los grandes maestros de la imagen que tengo por amigos no me reconozcan. Por si acaso, he mirado a la calle por las rendijas de la persiana, que es como ponerle al mundo un código de barras. No hay peligro. Vía libre, creo.

viernes, 7 de octubre de 2011

APUNTES DEL VERANO (y III)

 El Glamour
Veraneando en un lugar calificado de glamouroso por la prensa del corazón y de otras parcelas anatómicas ubicadas dos palmos más al sur, dediqué una parte de mi tiempo a sentar las bases de una nueva ciencia: la Glamourología.
Mis reflexiones y observaciones no me llevaron a puerto definitivo, acabando en un cúmulo de pinceladas inconexas, interrogantes sin respuesta e hipótesis sin verificar, lo cual me dejó bastante satisfecho, porque la sabiduría es una hija de la duda.
El glamour ha puesto en cuestión la física y la metafísica; a saber: incomprensiblemente, es al mismo tiempo sólido, líquido y gaseoso; tangible e intangible; ha pulverizado el dilema shakesperiano del “ser o no ser”, porque el glamour “es y no es”; ha obligado a reformular el Principio de Arquímedes (“Una persona sumergida en glamour experimenta un empuje vertical hacia arriba equivalente al peso de la envidia que provoca”).
Los glamourosos se alimentan de humo (salir en una foto de revista, recibir una invitación a un coctel en una casa bien...), pero, cuando necesitan una alimentación más sólida, parece ser que tienen la obligación de ir a comer, bajo pena de invisibilidad e inanición, a todas las cenas benéficas que organizan los glamourosos pata negra.
La aproximación zoológica al colectivo nos descubre una amplia variedad: nuevos ricos, viejos pobres, pijos, progres, esnobs, play boys, gente insustancial que sale en la tele porque es famosa porque sale en la tele, personajes de mariposeado y cambiante ayuntamiento (y no me refiero a esa institución espesa y municipal que pone multas y hace como que barre las calles, sino a la acción y efecto de ayuntarse o ajuntarse). En cualquier caso, afinando en el análisis, se pueden identificar las diferentes clases, desde un glamour pueblerino y casposo hasta el odorífero y exquisito de los cenáculos selectos.
Me ha parecido detectar en el glamour las trazas y características de una religión adoradora de las diosas Frivolidad y Fortuna: tiene grandes profetas (Dior, Saint Laurent…); libros sagrados (la revista Vogue, entre otros), textos de catequesis iniciática (Hola, Lecturas…), templos (las pasarelas de la moda), grandes santuarios (las alfombras rojas y, muy especialmente, con rango catedralicio, la de la entrega de los Oscar), sumos sacerdotes (gurús que dictan modas y tendencias que, cuando hablan ex cátedra, que es siempre, crean doctrina); creen en la vida eterna (la eterna belleza, la eterna juventud)…
La pelota queda en el tejado de las universidades, que debieran pensar muy seriamente en crear el grado de Glamourología. La aproximación científica a esa materia requeriría la multidisciplinar conjunción de departamentos de psicología, zoología, sociología, antropología, economía, periodismo, y la supervisión de una señora, por sorteo entre las suscriptoras de Hola. Ya quisieran muchas titulaciones universitarias tener tanta sustancia y contenido. Y si a las universidades les faltase audacia para llegar tan lejos, habría que promover otras iniciativas: un curso de verano, un parque temático, un espacio protegido, un centro de interpretación… El glamour es un tema de estudio demasiado serio y alguien tiene que poner los medios, porque si no, como se extinga la especie, va a venir Greenpeace y la va a liar, como con las ballenas.