viernes, 14 de octubre de 2011

ELSÍNDROME POST-VACACIONAL

En nuestro Siglo de Oro [de las Indias], nobles y señores con más orgullo que hambre, siendo ésta mucha, se esparcían migas de pan por barbas y gorgueras para que sus pares y vecinos creyeran que habían comido.
En época más cercana, las familias venidas a menos (en crisis, diríase ahora) reeditaban la precariedad y el orgullo de aquellos señores y, al llegar el verano, se encerraban en sus casas, bajaban las persianas, vivían a oscuras, hablaban en susurros y se deslizaban con pasos sigilosos. Todo ese ceremonial era para que los vecinos no se enteraran de que no habían podido salir de vacaciones (de veraneo, decíase entonces).
Hace más de treinta días que regresé de mis vacaciones. El bronceado que adornaba mi epidermis, aunque suave y discreto, me hubiera permitido presumir de veraneo ante mis amistades; sin embargo, desde entonces me he encerrado en mi casa, he bajado las persianas, vivo a oscuras, hablo en susurros y me deslizo con pasos sigilosos. ¿Para qué esas precauciones? Para que mis amigos y vecinos no se enteren de que ya he vuelto, evitando así que me inviten a tomar un cafelito en su casa. Es una trampa. Después del cafelito comenzaría la proyección, horas y horas de suplicio, de todos los vídeos grabados durante las vacaciones: primero, los niños de la familia chapoteando en las olas de la bajamar; seis horas más tarde de tortura, los niños de la familia siguen chapoteando en las olas, ya de la pleamar; después, los niños de la familia haciendo castillos en la arena y derribándolos, y haciéndolos otra vez y derribándolos; entre derribo y derribo, planos, con un alocado zoom, de los actores secundarios de la familia (los abuelos y el perro).Tengo que reconocer que ninguno de mis amigos tiene el talento de Antonioni, pero, para ser sincero, debo también confesar que, aunque parezca imposible, son todavía más aburridos que el cineasta italiano.
Y para qué hablar de los que no tienen videocámara y su herramienta de tortura es una cámara fotográfica y una afición desenfrenada a darle gusto al dedo. Una proyección de más de quinientas fotografías, contando con la colaboración necesaria de un tipo llamado Power Point, o algo así, me tocó sufrir un día del año pasado de infausto recuerdo.
Estas son las razones de mi enclaustramiento. El temor a los amigos es el verdadero síndrome post-vacacional, y no el que se han inventado los periodistas y los psicólogos.
Pero en mi despensa han empezado a aparecer telarañas y voy a salir a la calle a reaprovisionarme. Después de buscar sin éxito por toda la casa una ropa de camuflaje o un disfraz adecuado, he tenido que fabricarme una barba postiza con los flecos de la alfombra del salón. Espero que los grandes maestros de la imagen que tengo por amigos no me reconozcan. Por si acaso, he mirado a la calle por las rendijas de la persiana, que es como ponerle al mundo un código de barras. No hay peligro. Vía libre, creo.

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