Internet se llenó y explotó. Así, de pronto, sin previo aviso. Silenciosamente, sin la trompetería del Apocalipsis, llegó el fin del mundo. ¿El fin del mundo? Seamos modestos: digamos el fin de un mundo. Cerrada la posibilidad de acudir a Wikipedia o a la prensa digital, pocos se enteraron de que cada varios millones de años se había producido un fin del mundo (o el fin de un mundo) por las más variadas causas: el choque con un gran asteroide, la ceniza de una insaciable cadena de volcanes, glaciaciones, un ligero hipo solar de varios centenares de grados centígrados… ¿Pero, cómo ha sido este fin de nuestro mundo? Nunca lo sabremos. Siempre hay una última gota. Quizás un anónimo internauta, en un recóndito lugar del planeta, intentó poner en el ciberespacio el último bit de un mensaje banal. Estalló la burbuja. Creíamos que, gracias a la capacidad ilimitada de Internet, habíamos conseguido una plaza en la eternidad, pero llegó el vacío, y en el vacío no se transmite el sonido. Un mundo en el vacío es un mundo muerto.
Los motores de búsqueda dieron sus últimas boqueadas, como el pez recién sacado de su elemento. Los mil millones de enganchados a las redes sociales y a los chat se quedaron, de repente, convertidos en seres solitarios, flotando en la nada, sin esos centenares de amigos sin rostro que tenían, y también sin historia, al haberse disuelto su perfil en una dimensión desconocida. Perdida la comunicación por correo electrónico, se intentó masivamente por vía telefónica, pero la impensada sobrecarga destrozó líneas, enlaces y antenas. Las oficinas bancarias, desconectadas de sus centros de datos, cerraron sus puertas para frenar la avalancha de los clientes que habían descubierto, aterrorizados, que sus tarjetas de crédito, “el dinero de plástico”, eran ya unos tristes e inservibles trozos de plástico. La actividad económica se paralizó; las Bolsas no podían recibir las órdenes de compra y venta de valores; las fábricas y los grandes almacenes quedaron desabastecidos al perder el contacto con proveedores y centros logísticos; las policías nacionales también lo perdieron con Interpol; los médicos, con los historiales de sus pacientes. Los más afectados fueron los servicios de inteligencia (vulgo, espías) que perdieron la escasa inteligencia que les quedaba.
Habíamos vivido bajo un techo de cristal: todo lo nuestro estaba colgado en recintos que se decían virtuales, aunque quienes husmeaban en nuestras interioridades no lo eran. Ahora somos dueños de nuestra intimidad, pero esa libertad la estamos celebrando solos, en un nuevo mundo de solitarios del que, por mucho que pulsemos “Escape” en el inerte teclado de nuestro ordenador, no podemos escapar.
¿Habrá vida después de la vida?
No hay comentarios:
Publicar un comentario