Se acercaba a
la última página del libro. Le quedaban dos o tres ideas, que perdería de un
momento a otro. Sabía que era irremediable, pero no podía luchar. Ni lo
intentaba. El deseo era superior a las débiles fuerzas que aún hubiera podido oponer.
Mientras
pasaba con ansiedad la mirada por los espacios existentes entre los renglones,
recordaba el ya lejano día en que noleyó su primer libro. Quedó fascinado al
mirar entre líneas, página tras página, desde la primera hasta la última. Las
sensaciones de aquella nolectura tardaron en borrarse, pero una pasión
incontrolable le había vencido para siempre.
Desde
entonces solo vivió para noleer. Cada noche pasaba, en ávida nolectura, sobre
tres o cuatro libros. Su biblioteca, que le llenaba de orgullo, había
desbordado hacía mucho tiempo las estanterías primitivas, inundando, como una
marea sin reflujo, el resto de la casa. Las habitaciones, los pasillos y los
baños llegaron a ser irreconocibles en una orografía cambiante de libros
apilados: escarpados desfiladeros de novela negra, mesetas imprevistas de premios
literarios, acantilados inestables de literatura política… Aunque no la echó en
falta, hacía cinco años que había perdido la cama bajo varios cientos de tratados
argentinos sobre casi todo. Solo respetó los itinerarios imprescindibles:
angostos laberintos que conducían al sillón de nolectura nocturna.
Cuanto más
crecía la biblioteca, mayor era su angustia ante la impotencia para hacer que
los días fueran más largos. El tiempo se le iba entre líneas. La vida le
parecía insufriblemente corta para poder noleer la inmensa cantidad de libros que se
editaban en el mundo. Porque su pasión había derribado las fronteras
idiomáticas y, con el mismo embeleso que pasaba la vista entre líneas escritas
en su lengua nativa, lo hacía con libros de idiomas desconocidos o de
escrituras exóticas. Los caracteres cirílicos, el alfabeto árabe o los signos
ideográficos orientales no suponían una barrera a su sed de nolectura.
Con los años
había llegado a adquirir una extensa nocultura y el mundo de sus noideas se
ensanchó hasta límites que ya rozaban el vacío absoluto.
Era
consciente de que el libro que tenía entre las manos sería el último. Si
durante la lectura las ideas fluyen desde el libro hasta el lector, la
nolectura practicada con tan absorbente dedicación había invertido el proceso,
vaciándose sus ideas en miles de libros noleídos con la lentitud e insistencia
de una gota de agua inevitable y fatal.
Pasó la vista
entre las dos últimas líneas del libro y la marea negra de las noideas conquistó
las células recónditas de los pliegues más olvidados de su cerebro.
Cerró
lentamente el libro y, con una sonrisa nueva, lo dejó descuidadamente en el
suelo. El mundo se abría ante él, ofreciéndole el bocado exquisito reservado a
los elegidos. Recostando la cabeza en el respaldo del sillón, empezó a saborear
el triunfo que su falta de ideas le iba a deparar en…
… ¿En qué
actividad? Era su única duda. No sabía si dedicarse al arte o a la
política, a la enseñanza o a la
filosofía, a…
Mañana, sin
prisas, lo decidiría.