viernes, 23 de diciembre de 2011

EL HOMBRE QUE LEÍA ENTRE LÍNEAS


Se acercaba a la última página del libro. Le quedaban dos o tres ideas, que perdería de un momento a otro. Sabía que era irremediable, pero no podía luchar. Ni lo intentaba. El deseo era superior a las débiles fuerzas que aún hubiera podido oponer.
Mientras pasaba con ansiedad la mirada por los espacios existentes entre los renglones, recordaba el ya lejano día en que noleyó su primer libro. Quedó fascinado al mirar entre líneas, página tras página, desde la primera hasta la última. Las sensaciones de aquella nolectura tardaron en borrarse, pero una pasión incontrolable le había vencido para siempre.
Desde entonces solo vivió para noleer. Cada noche pasaba, en ávida nolectura, sobre tres o cuatro libros. Su biblioteca, que le llenaba de orgullo, había desbordado hacía mucho tiempo las estanterías primitivas, inundando, como una marea sin reflujo, el resto de la casa. Las habitaciones, los pasillos y los baños llegaron a ser irreconocibles en una orografía cambiante de libros apilados: escarpados desfiladeros de novela negra, mesetas imprevistas de premios literarios, acantilados inestables de literatura política… Aunque no la echó en falta, hacía cinco años que había perdido la cama bajo varios cientos de tratados argentinos sobre casi todo. Solo respetó los itinerarios imprescindibles: angostos laberintos que conducían al sillón de nolectura nocturna.
Cuanto más crecía la biblioteca, mayor era su angustia ante la impotencia para hacer que los días fueran más largos. El tiempo se le iba entre líneas. La vida le parecía insufriblemente corta para poder noleer la inmensa cantidad de libros que se editaban en el mundo. Porque su pasión había derribado las fronteras idiomáticas y, con el mismo embeleso que pasaba la vista entre líneas escritas en su lengua nativa, lo hacía con libros de idiomas desconocidos o de escrituras exóticas. Los caracteres cirílicos, el alfabeto árabe o los signos ideográficos orientales no suponían una barrera a su sed de nolectura.
Con los años había llegado a adquirir una extensa nocultura y el mundo de sus noideas se ensanchó hasta límites que ya rozaban el vacío absoluto.
Era consciente de que el libro que tenía entre las manos sería el último. Si durante la lectura las ideas fluyen desde el libro hasta el lector, la nolectura practicada con tan absorbente dedicación había invertido el proceso, vaciándose sus ideas en miles de libros noleídos con la lentitud e insistencia de una gota de agua inevitable y fatal.
Pasó la vista entre las dos últimas líneas del libro y la marea negra de las noideas conquistó las células recónditas de los pliegues más olvidados de su cerebro.
Cerró lentamente el libro y, con una sonrisa nueva, lo dejó descuidadamente en el suelo. El mundo se abría ante él, ofreciéndole el bocado exquisito reservado a los elegidos. Recostando la cabeza en el respaldo del sillón, empezó a saborear el triunfo que su falta de ideas le iba a deparar en…
… ¿En qué actividad? Era su única duda. No sabía si dedicarse al arte o a la política,  a la enseñanza o a la filosofía, a…
Mañana, sin prisas, lo decidiría.

lunes, 12 de diciembre de 2011

ENCUENTROS EN LA RED



Se habían encontrado casualmente un buen día navegando por Internet. Eran dos prodigiosos cibernautas de extraordinaria habilidad, que simpatizaron en seguida.
Establecieron sus puntos de encuentro en el ancho y etéreo mundo de La Red, aunque eludiendo, por supuesto, redes sociales, chats y otros lugares propios de aficionadillos. Se conocían por sus nombres de guerra. La edad, el sexo, el lugar de residencia y otras circunstancias determinantes en la relación convencional de las personas carecían de importancia entre los fieles de la nueva religión.
Pero eso era al principio. Después de vivir juntos la apasionante aventura de entrar en los ordenadores del Fondo Monetario Internacional para sembrar un virus que hacía aparecer con rigurosa puntualidad, cada cuarto de hora, un matasuegras desplegándose en todas las pantallas, mientras sonaba la voz de María Dolores Pradera cantando “Devuélveme el Rosario de mi madre y quédate con todo lo demás”; después de burlar las trampas más sofisticadas y de reventar tortuosos laberintos de seguridad para acceder a datos financieros, secretos de estado e intimidades de alcoba; después de intercambiar trucos y experiencias, de compartir divertidos juegos de ingenio y navegar por las mismas rutas cogidos de la tecla durante muchas horas de cada día, él empezó a sospechar que su colega era una mujer y ella determinó con absoluta seguridad que la otra parte era un hombre. Se tendieron mutuamente sutiles e infructuosas emboscadas para confirmarlo y, con el tiempo, nació entre ellos un sentimiento al que, con desenfado, llamaron ciberamor, sin poder evitar que en sus santuarios, a la tenue luz lechosa de los monitores, un desconocido rubor inundara las mejillas de los entrañables colegas.
El paso siguiente fue establecer una cita. Pero no la habitual cita en La Red, sino como las de antes, a pie de esquina y con normas convencionales para reconocerse. Él, que en realidad era una vivaracha anciana que se llamaba Pilar, llevaría en la mano un extremo del cable del ratón, el cual se arrastraría por el suelo como una rara mascota momificada. Ella, un mozalbete imberbe que respondía al nombre de Federico, luciría un colgante hecho con un disquete de primera generación, casi una pieza de museo. Sus comunicaciones preparatorias de la cita fueron alegres y divertidas, pero, a pesar de su habilidad de avezados exploradores de mensajes, ninguno de ellos detectó el inquieto nerviosismo del otro.
El día señalado para su esperado encuentro a la luz del sol desconectaron sus equipos para salir a la calle y se sintieron desnudos, frágiles y vulnerables.
Ninguno de los dos acudió a la cita

viernes, 2 de diciembre de 2011

LA CODORNIZ, 70 ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO



El año está a punto de terminar y La Codorniz, en el 70 aniversario de su nacimiento, se me estaba escapando viva, pero más vale tarde que nunca para recordar una publicación que, con sus luces y sus sombras, aglutinó una irrepetible cantidad de talento. Sus colaboradores de la primera época, fueron definidos muy merecidamente por José López Rubio como “la otra generación del 27”.
Es difícil encontrar un censo de personas o personajes al que se pueda aplicar con tanta propiedad y justicia, como al de los colaboradores de La Codorniz, la frase “Están todos los que son y son todos los que están”, o sea, ninguno falta y ninguno sobra. Es casi imposible encontrar un solo humorista en activo durante los treinta y siete años de vida  (1941-1978) de la autodenominada “revista más audaz para el lector más inteligente”, que no hubiera pasado por sus páginas.
Fue fundada en mayo de 1941 por Miguel Mihura, que la dirigió durante sus primeros tres años. Álvaro de Laiglesia le sucedió en la dirección, hasta 1977, publicándose su último número en diciembre de 1978.
En su primera época albergó un humor surrealista, disparatado y absurdo, en la línea de algunos movimientos europeos entre guerras; eran los cimientos de lo que llegaría a reconocerse como “humor codornicesco”. La portada del primer número era casi una declaración de principios del espíritu con el que Mihura pretendió ungir a su recién nacida criatura: firmada por Tono, aparecían unos personajes cuyo grafismo caracterizaría parte de la obra posterior de su autor, con el siguiente texto dialogado:
-Caramba, don Jerónimo, está usted muy cambiado.
-Es que yo no soy don Jerónimo.
-Pues más a mi favor.
En la larga etapa de Álvaro de Laiglesia, La Codorniz fue ganando en compromiso y atrevimiento, adaptándose a la lenta evolución de las condiciones políticas, y rebasando a veces el límite del posibilismo, lo que le valió multas y cierres, aunque no tantos como se le atribuyeron. Por ejemplo, fue famosa una sanción por publicar en una portada este ripio: “Almohadín es almohadón / como cojín es a X, / y nos importan tres X / que nos cierren la edición”. Años después, Álvaro de Laiglesia desmentiría la veracidad de tal sanción. También llegó a decirse que La Codorniz era un instrumento del régimen franquista para demostrarnos que la censura no era tan rígida como creíamos. En cualquier caso, no se puede discutir que vivió momentos de gran creatividad, siendo una de las pocas publicaciones que refrescaron el ambiente en aquellas épocas hoscas y grises.
El mejor homenaje, dictado por el agradecimiento, que se le puede hacer a La Codorniz en su aniversario es recordar, además de los ya mencionados, a algunos de sus colaboradores, seleccionados entre el centenar de ellos que aparece en diversas fuentes, y que dan una idea de la masa crítica de humor y buena literatura que fue posible gracias a una revista de pobre continente pero de contenido inmensamente rico:
Cándido, Chumi, Noël Clarasó, Fernández Flores, Forges, Gila, Ramón G. de la Serna, Enrique Herreros, Jardiel Poncela, Mena, Mingote, OPS, Máximo, Edgar Neville, Serafín, Summer, Vincent, V.M. Reviriego…