Se habían encontrado casualmente
un buen día navegando por Internet. Eran dos prodigiosos cibernautas de
extraordinaria habilidad, que simpatizaron en seguida.
Establecieron sus puntos de
encuentro en el ancho y etéreo mundo de La
Red, aunque eludiendo, por supuesto, redes sociales, chats y otros lugares
propios de aficionadillos. Se conocían por sus nombres de guerra. La edad, el
sexo, el lugar de residencia y otras circunstancias determinantes en la
relación convencional de las personas carecían de importancia entre los fieles
de la nueva religión.
Pero eso era al principio.
Después de vivir juntos la apasionante aventura de entrar en los ordenadores del
Fondo Monetario Internacional para sembrar un virus que hacía aparecer con
rigurosa puntualidad, cada cuarto de hora, un matasuegras desplegándose en
todas las pantallas, mientras sonaba la voz de María Dolores Pradera cantando “Devuélveme el Rosario de mi madre y quédate
con todo lo demás”; después de burlar las trampas más sofisticadas y de
reventar tortuosos laberintos de seguridad para acceder a datos financieros,
secretos de estado e intimidades de alcoba; después de intercambiar trucos y
experiencias, de compartir divertidos juegos de ingenio y navegar por las
mismas rutas cogidos de la tecla durante muchas horas de cada día, él empezó a
sospechar que su colega era una mujer y ella determinó con absoluta seguridad
que la otra parte era un hombre. Se tendieron mutuamente sutiles e infructuosas
emboscadas para confirmarlo y, con el tiempo, nació entre ellos un sentimiento
al que, con desenfado, llamaron ciberamor, sin poder evitar que en sus
santuarios, a la tenue luz lechosa de los monitores, un desconocido rubor
inundara las mejillas de los entrañables colegas.
El paso siguiente fue
establecer una cita. Pero no la habitual cita en La Red, sino como las de antes, a pie de esquina y con normas
convencionales para reconocerse. Él, que en realidad era una vivaracha anciana
que se llamaba Pilar, llevaría en la mano un extremo del cable del ratón, el
cual se arrastraría por el suelo como una rara mascota momificada. Ella, un
mozalbete imberbe que respondía al nombre de Federico, luciría un colgante
hecho con un disquete de primera generación, casi una pieza de museo. Sus
comunicaciones preparatorias de la cita fueron alegres y divertidas, pero, a
pesar de su habilidad de avezados exploradores de mensajes, ninguno de ellos
detectó el inquieto nerviosismo del otro.
El día señalado para su
esperado encuentro a la luz del sol desconectaron sus equipos para salir a la
calle y se sintieron desnudos, frágiles y vulnerables.
Ninguno de los dos acudió a
la cita
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