viernes, 26 de octubre de 2012

PARÁBOLA DE LOS DOS PRESTIDIGITADORES



En aquel tiempo había dos prestidigitadores de asaz notoriedad cuya fama corría por todo el lugar, haciéndose lenguas de sus artes y habilidades caminantes y mercaderes, arrieros y sacamuelas, alcahuetas y sangradores, capadores y clérigos, busconas y pillos de todos los pelajes. Hasta en la intimidad umbría de los más inexpugnables claustros conventuales, filtradas las nuevas del mundo por las rendijas de tornos indiscretos y de no más discretos capellanes, hablábase entre avemaría y avemaría del truco prodigioso que cada uno de los prestidigitadores hacía.
Porque lo más notable del caso era que la merecida fama de los dos artistas basábase en un solo juego, pero realizado con perfección nunca vista; hasta olvidábase la buena gente de respirar, tal era la atención para descubrir el truco que, hasta los más simples sabían, debíase esconder tras de sus hábiles manipulaciones.
Iniciaba el primer prestidigitador su juego mostrando a la gente una moneda de plata. Después, quitándose el sombrero, la echaba dentro con gran aspaviento. La moneda desaparecía y nunca ojo de cristiano o de judío volvía a verla por los siglos de los siglos.
Obraba el segundo prestidigitador de forma parecida al primero pero terminando el juego de manera distinta: después de enseñar la moneda de plata y de echarla dentro del sombrero, ponía éste del revés y, ¡oh, prodigio!, salían dos monedas.
Ambos trucos eran notables y quienes los veían inclinábanse por el uno o por el otro y discutían con los de parecer opuesto las habilidades de su favorito.
Entre los primeros hallábanse prestamistas, recaudadores, corregidores, escribanos y funcionarios que administran las cosas públicas haciendo desaparecer con poco provecho tributos y regalías, y entre los segundos, mercaderes, artesanos y gentes laboriosas de industria y negocio.
En verdad, en verdad os digo que en circo mucho mérito es hacer desaparecer las cosas y de gran dificultad, también, hacer que se multipliquen. Mas no en la vida real, donde causa asaz quebranto la plata que desaparece y mucho gozo la que se multiplica.
El que tenga ojos, que vea; el que tenga oídos, que oiga.


viernes, 12 de octubre de 2012

VACACIONES SIN KODAK SON VACACIONES PERDIDAS




Canción fúnebre por Kodak

“Vacaciones sin Kodak son vacaciones perdidas”, rezaba, hacia la mitad del siglo pasado, el eslogan de la marca que llegó a ser el nombre genérico de las cámaras fotográficas. El más que probable cierre empresarial de Kodak, que por una garrafal falta de visión de futuro no apostó con suficiente ímpetu por la fotografía digital, me llena de nostalgia.
Con esta introducción se podrá entender por qué a una señora que vi, en un reciente viaje a Italia, delante de la catedral de Milán, le otorgué con todos los honores y versallesca reverencia el título de Gran Señora. En medio de una boscosa aglomeración de manos arriba asiendo cámaras digitales y otros artilugios que han banalizado la fotografía, mi desconocida y apreciada Gran Señora, después de ajustar los valores de su cámara analógica (diafragma, velocidad, enfoque…), cerrando con elegancia el ojo izquierdo, como haciendo un guiño cómplice al tiempo pasado, la aproximó al derecho y, mirando por el visor, inmortalizó, ¡en un carrete fotográfico!, la bellísima fachada catedralicia. Era un raro ejemplar, superviviente de una especie en extinción. Escondí en un bolsillo con gesto vergonzante mi cámara digital, recordando otros tiempos en los que yo, con una pasión heredada de mi padre, hacía las fotografías que quería y como quería, mientras que ahora las hace la cámara como ella quiere.

Al escribir este apunte de mi viaje al norte de Italia viene a mi memoria una divertida historia de otro viaje en la que una cámara fotográfica jugó un papel importante. Es la siguiente.

¡Qué noche aquella, cuando yo entré y salí del armario!

Ocurrió hace más de veinte años en un hotel de El Cairo. En el grupo con el que viajábamos mi esposa y yo, las mujeres ostentaban (y casi detentaban) una aplastante mayoría. Desde el comienzo del viaje me rodeó un aura de experto en fotografía debido a que llevaba, en una pequeña mochila, un par de  objetivos intercambiables, y también por mis contorsiones e inverosímiles posturas a la hora de buscar un encuadre original. Como consecuencia de mi fama, el mujerío se arremolinaba a mi alrededor para que les cargara la cámara con el carrete que acababan de comprar, para que les dijera cómo funcionaba e, incluso, para que yo mismo les hiciera la foto del grupo de amigas al lado de un camello.
Un día acudió a mi consultorio volante una señora porque el carrete no avanzaba. Tras una somera peritación dictaminé que la cámara se había bloqueado y, ante el gesto de desamparo de su propietaria, me comprometí a desbloquearla cuando llegáramos al hotel. “Eso sí -le advertí- tengo que abrir la cámara y se va a velar el carrete que tiene dentro”. Del desamparo pasó a la desolación y uno, que tenía que estar a la altura de su fama, avanzó un paso más en su oferta de servicios: “Voy a abrirla en la mayor oscuridad posible para sacar el carrete sin que se vele. Dentro de una hora, cuando anochezca, pasaré por tu habitación”. Así lo hice, y le pedí a mi cliente que apagara la luz, bajara las persianas y corriera las cortinas, cosa que hizo, pero aún así se filtraba un poco de luz exterior, por lo que no tuve mejor idea que meterme en el armario. A tientas abrí la cámara, saqué el carrete, lo rebobiné a mano, quedando salvado dentro de su chasis, cerré la cámara y comprobé que funcionaba perfectamente. Misión cumplida.
Justo en el momento en que yo salía del armario se abrió la puerta del pasillo, se encendió la luz y entró la compañera de habitación. Su cara de perplejidad es imaginable, y también lo que pensaría ante la escena: su amiga en una habitación a oscuras y un tipo saliendo del armario con una cámara de fotos en la mano; ¡vaya peliculón! El asunto quedó aclarado, incluso ante mi mujer, pero algunas dudas debieron de quedar en el grupo porque a partir de aquel día aumentó mi clientela.