“Doctor: mis padres me engañaron con aquella historia
de los Reyes Magos de Oriente. Cuando me enteré de la verdad estuve tres años
engañándoles yo a ellos cada vez que llegaba la regia visita, poniendo una
carita de tonto de la que aún conservo vestigios.
Me volvieron a engañar con eso de los niños
aerotransportados en cigüeña desde París. Cuando un compañero de clase generalmente bien informado me explicó el
mecanismo real, me pareció más raro todavía que la versión paterna.
Me engañó mi profesora de francés del instituto
cuando me dijo que yo sabía francés. Fueron los franceses, se diga lo que se
diga de ellos, los que me abrieron los ojos durante mi primer viaje a Francia;
fueron muy simpáticos conmigo y se reían mucho con las cosas que yo les decía.
Me engañó en mi adolescencia una deliciosa criatura
rubia con unos felinos ojos verdes que me miraban entreabiertos con devoradora
intensidad. Cuando, derretidito perdido, estaba a punto de dejarme depredar por
ella, observé que a todos los chicos los miraba igual, y también a las farolas,
y a las esquinas. Descubrí que aquella mirada de la tigresa no era apasionada,
sino miope, y que la muy presumida se negaba a usar gafas.
Me engañó la leyenda urbana que decía que el pétreo monumento
ubicado en la Punta del Sebo de Huelva (ciudad que me vio nacer, aunque en
seguida se puso a mirar para otro lado) era una erección de Colón, cuando en
realidad la figura erigida era la de un franciscano, en honor de la comunidad
religiosa que le ayudó decisivamente a hacer las Américas.
Y esto, doctor, es solo una muestra de la historia de
mi vida, y no sigo porque ese dichoso cronómetro con el que está usted
minutando la consulta me va a llevar a la ruina. Ahora podrá entender por qué
le estoy pidiendo un tratamiento de desintoxicación. Estoy tan acostumbrado a
que me engañen, que cuando hay elecciones leo los programas de todos los
partidos políticos y, lo que es más grave, me he convertido en un adicto a la
lectura compulsiva de la prensa. Al principio me conformaba con que los
políticos y los periodistas me engañaran sólo en un periódico, pero ahora
necesito, por lo menos, cuatro.”
Al
llegar a este punto, el psicoanalista, que por una extravagante y casual
anomalía no era argentino, estaba haciendo lo que era habitual en él cada vez
que yo le hablaba desde el diván con los ojos cerrados, o sea, no me estaba escuchando,
distraído en una desenfrenada búsqueda en sus fosas nasales, según se entra, al
fondo a la derecha. Yo, por mi parte, como era también habitual, le pagué la
consulta con un billete falso y un klinex agujereado en el centro para que
pudiera meter el dedo en futuras prospecciones. Cerró ceremoniosamente su bloc
de notas, abrió la puerta y me dijo: “Lo
siento, amigo, lo suyo es incurable. Le espero el martes, como siempre”.
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