Hoy me he
despertado rústico y nostálgico, lo cual es una suerte, porque cuando amanezco
churrigueresco no me aguanto ni yo mismo. Mientras me afeitaba, oí que alguien
estaba cantando “La vaca lechera”.Tras
una somera investigación, llegué a la conclusión de que el manifiestamente
mejorable cantante era yo y, sin poderlo remediar, un tsunami de rusticidad
lírica inundó mis neuronas y mi cuarto de baño, arrastrándome hasta la mesa de
trabajo para poner un poco de orden en mis desbocados recuerdos, mientras
desafinaba como un sapo con paperas.
Tengo una vaca lechera, / no es una vaca cualquiera,/ me da leche
merengada, /¡ay! que vaca tan salada,/ tolón , tolón, tolón , tolón.
Hasta aquí la
letra era bastante inocente, tirando a tontorrona, pero al cantar la estrofa
final no pude reprimir una carcajada: ¿Cómo pudo burlar su autor, Fernando
García Morcillo, la férrea censura de la época (años 50 del pasado siglo) con
la explícita proposición de un trío amoroso adobada con una sospechosa zoofilia?:
Qué felices viviremos/ cuando vuelvas a mi lado, / con sus quesos,
con tus besos/ los tres juntos ¡qué ilusión!
¡Los tres
juntos, qué escándalo! Ya podían aprender de “La casita de papel”, otra muestra de bucolismo y verdes paisajes,
pero con parejas como Dios manda.
Encima
las montañas viviremos/ el día que tú seas mi mujer/ y así podrás saber cómo es
el cielo/ viviendo en mi casita de papel./ Qué felices seremos los dos/ y qué
dulces los besos serán./ Pasaremos la noche en la luna/ viviendo en mi casita
de papel.
Los recuerdos
son como las cerezas y, cuando tiras de uno, trae a otros enganchados. Joaquín
Sabina, antes de convertirse en un poeta urbano, tuvo su vena rústica con una
exitosa “Ovejita Lucera” que
sonrojaba a la progresía de la época, pero que, con el paso del tiempo, se la
empezó a mirar ya con nostálgica benevolencia, colgándole, incluso, la avanzada
etiqueta de 'lo antiguo'.
Tengo yo una ovejita lucera/ que de campanillas/ le he puesto un
collar./ Yo la llamo, ella viene a mi vera/ corriendo ligera con este cantar.
La última
estrofa es una joya de la poesía onomatopéyica:
Me gusta cuando bala la ovejita, BEEEE/ y cuando le contesta el
corderito, BAAAA./ Me sabe a musiquilla celestial ese dulce balar;/ me gustan
en las fiestas del lugar/ los cohetes que al subir hacen fiiuu /hacen PUM, y
hacen PAM/ lo demás a mí plin, a mi plin lo demás.
En esta
antología de urgencia, voy a saltarme “El
carro” que le robaron al pobre Manolo Escobar anoche mientras dormía, y “El tractor amarillo”, artilugio que
mecanizó el campo y el género lírico-rústico, pero no me resisto a recordar a
El Koala con su “Opá, yo via jacé un
corrá”. Es una canción más campera que un olivo, un poco larga y difícil de
leer, pero con un contenido ejemplar: un mocetón con iniciativa, con ganas de
trabajar, que ayuda en las faenas de la granja, que informa a su padre (su opá)
de lo que va a hacer… Voy a acortarla y a hacerla lo más legible posible.
Empieza con una declaración de intenciones:
Opá, yo via jacé un corrá.
Intenciones que
no le impiden ayudar a su padre:
Yo t'ayuo a arrancá la guzzi/ yo t'ayuo a pintá el land rove/ yo
t'ayuo a sacá las papas/ yo t'ayuo a lo k'haga farta.... pero que sepas que...
Y ahora es cuando informa oficialmente a su padre:
…Opá, yo via jacé un corrá / pa esa gallina, y pa ese minino/ pa
esa perdice, y ese pajarillo/ pa esa guarrilla, y pa ese guarrillo/ pa esa
potra, ¡ay! con su potrillo.
Pero no habla
por hablar, tiene las ideas muy claras:
Tengo las maeras, y tengo dos tablones/ la chapa, der tejao, la he
sacao d'unos bidones,/ tengo las maneras y las intenciones./ Opaito, er domingo
empiezo a vé si tengo cojones./ Opá, Opá, Opá, Opaito, via jacé un corraaaaaaa.
Ese es el yerno
ideal, serio y trabajador, que muchas madres quisieran. Hay que reconocer, eso
sí, que si lo sacudiéramos caerían bellotas y que su paso por la escuela no le
dejó una huella demasiado profunda, pero, en fin, nadie es perfecto.
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