domingo, 26 de junio de 2011

EL HOMBRE SIN CAMISA

Aquel hombre estaba amargado y me lo presentó Manolo. Me contó su historia; su historia triste como casi todas las historias de la vida vulgar.
Era feliz porque no tenía camisa. Y era niño. No tenía amigos. Solo conocía a las flores, a los bosques, a los arroyos y a los vientos. Era feliz. El bosque le despertaba cada mañana con sinfonías maravillosas hechas de trinos de pájaros y susurros de árboles. Pero el viento tuvo envidia de su felicidad y un día arrastró hasta él una hoja de periódico. El hombre feliz la leyó: terremotos, guerras, terrorismo, violaciones… Y, por primera vez, se miró y sintió vergüenza de su desnudez y sintió frío. Se hizo una camisa con la hoja del periódico y dejó de ser feliz. Dejó de ser niño. Se hizo mayor. Y ahora que me lo ha presentado Manolo he notado su amargura, la amargura de estar pagando el precio de un pecado original que no sabía cuál era ni cuándo lo cometió.

jueves, 16 de junio de 2011

LO QUE NO CONTÓ LA FÁBULA DE LA CIGARRA Y LA HORMIGA

Aquel año, cosas del clima, el verano fue muy largo. Las despensas de la hormiga estaban rebosantes. Como todos los años, llegó el invierno y, también como todos los años, la cigarra que cantaba durante el verano sin almacenar reservas, se disponía a componer la canción de la imprevisión antes de morirse de hambre.
Pero aquel año ocurrió un hecho sin precedentes. La hormiga pensó que el invierno es aburrido, que las despensas repletas invitan a la gula, pero también a la pereza, y que era una tontería dejar morir de hambre a la cigarra, siendo una mano de obra barata.
Con las alas mojadas por las primeras lluvias, la cigarra no tenía opción y aceptó el empleo. A cambio de la comida, ella cantaría cuando la hormiga se lo pidiera, prepararía la comida y limpiaría el hormiguero.
La astuta hormiga acababa de inventar el gramófono, el trabajo eventual y la oferta y la demanda. Con menos méritos ha habido Premios Nobel.

jueves, 2 de junio de 2011

AQUELLA NOCHE, CUANDO GRETA GARBO SE DISOLVIÓ EN EL RÍO MISSISSIPI A SU PASO POR SORIA

El tren renqueaba, fragoroso, en las cercanías de Soria.
-¿De qué te conozco? ¿Eres Greta Garbo? Mi padre siempre me hablaba de ti. Te imaginaba distinta. Como… como de otra manera. Más… no sé, más antigua.
Javier bostezó. Ni invitando a Greta Garbo a viajar con él en aquella especie de transiberiano mesetario lograba vencer el aburrimiento.
-Perdona que bostece, pero eres un poco callada, Greta. Y tan blanca… Eso es, pareces… pareces recortada de una revista en blanco y negro. ¿Puedo tocarte? No, no, olvídalo. Si mi padre nos estuviera viendo se enfadaría muchísimo. Él te adoraba. Mira el paisaje, Greta. Soria. Me estoy imaginando los periódicos de mañana: “Ecos de sociedad: Greta Garbo en Soria”. Soria bajo la nieve, Greta. Blanca y fría, como tú. Pero más antigua.
Javier miró hacia la ventanilla. La noche, de repente, había suplantado al paisaje y al otro lado del vidrio su propia imagen le devolvió fijamente la mirada desde otro vagón de otro tren en el que todo era igual. Oscuro. Vacío.
-¿Qué haces en ese tren de ahí fuera, Javier? Entra y te presentaré a… Déjalo. Greta Garbo se ha ido.
La culpa la tuvo el negro del saxofón. Se había sentado en la antigua zona de no fumadores tocando un jazz caliente y sórdido. Las frases musicales se arrastraban, cadenciosas, interminables, por el pasillo del vagón. Greta, tan blanca. El negro, tan negro. Menos la lengua, tan rosa. Y las palmas de las manos, tan ¿de qué color?, acariciando el saxofón. El saxofón, tan metálico, respondiendo a las caricias con una música sensual que intentaba acariciar a Greta y Greta respondiendo con su indiferencia de estatua de papel cuché. Hasta que la pegajosa humedad de Nueva Orleáns –el río, la bahía-, saliendo por todos los poros del saxofón, invadió el vagón.
El aire, irrespirable, tabernario, se llevó a Greta. Se la llevó de golpe. Como un vómito de tinta negra sobre el cuché de la efigie… y desapareció.
“Río Duero, río Duero”, recitaba Machado desde el invisible paisaje exterior. Otro río, el Mississipi, brotando de la lengua rosada del negro del saxofón, inundaba el vagón.
Cuando llegó a la altura de su alfiler de corbata, Javier, con parsimonia, comenzó a afeitarse mojando la brocha en el agua del río.