El tren renqueaba, fragoroso, en las cercanías de Soria.
-¿De qué te conozco? ¿Eres Greta Garbo? Mi padre siempre me hablaba de ti. Te imaginaba distinta. Como… como de otra manera. Más… no sé, más antigua.
Javier bostezó. Ni invitando a Greta Garbo a viajar con él en aquella especie de transiberiano mesetario lograba vencer el aburrimiento.
-Perdona que bostece, pero eres un poco callada, Greta. Y tan blanca… Eso es, pareces… pareces recortada de una revista en blanco y negro. ¿Puedo tocarte? No, no, olvídalo. Si mi padre nos estuviera viendo se enfadaría muchísimo. Él te adoraba. Mira el paisaje, Greta. Soria. Me estoy imaginando los periódicos de mañana: “Ecos de sociedad: Greta Garbo en Soria”. Soria bajo la nieve, Greta. Blanca y fría, como tú. Pero más antigua.
Javier miró hacia la ventanilla. La noche, de repente, había suplantado al paisaje y al otro lado del vidrio su propia imagen le devolvió fijamente la mirada desde otro vagón de otro tren en el que todo era igual. Oscuro. Vacío.
-¿Qué haces en ese tren de ahí fuera, Javier? Entra y te presentaré a… Déjalo. Greta Garbo se ha ido.
La culpa la tuvo el negro del saxofón. Se había sentado en la antigua zona de no fumadores tocando un jazz caliente y sórdido. Las frases musicales se arrastraban, cadenciosas, interminables, por el pasillo del vagón. Greta, tan blanca. El negro, tan negro. Menos la lengua, tan rosa. Y las palmas de las manos, tan ¿de qué color?, acariciando el saxofón. El saxofón, tan metálico, respondiendo a las caricias con una música sensual que intentaba acariciar a Greta y Greta respondiendo con su indiferencia de estatua de papel cuché. Hasta que la pegajosa humedad de Nueva Orleáns –el río, la bahía-, saliendo por todos los poros del saxofón, invadió el vagón.
El aire, irrespirable, tabernario, se llevó a Greta. Se la llevó de golpe. Como un vómito de tinta negra sobre el cuché de la efigie… y desapareció.
“Río Duero, río Duero”, recitaba Machado desde el invisible paisaje exterior. Otro río, el Mississipi, brotando de la lengua rosada del negro del saxofón, inundaba el vagón.
Cuando llegó a la altura de su alfiler de corbata, Javier, con parsimonia, comenzó a afeitarse mojando la brocha en el agua del río.
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