Respetado Señor:
Me llamo Buenaventura
Grande y Grande, nombre que me ha acompañado desde que nací, y no sé para qué. He
estado dudando hasta el último momento si enviarle esta carta a usted, al juez
de guardia o al psiquiatra de cabecera, pero creo que usted es, ya, mi última
esperanza.
Una vez que me dirigí
al psiquiatra debí de pillarle en un mal día y, apenas llevaba una hora contándole mis problemas, se dirigió a la
puerta y dijo: “Que pase el siguiente”. El juez, por su parte, cada vez que le
llamo para decirle que soy un cadáver civil, me contesta que él solo va a los
sitios para levantar cadáveres de los de toda la vida, que por un cadáver civil
no se iba a molestar y que me levante solo.
Porque de eso se
trata, señor: soy un cadáver civil. No existo para la sociedad. Sin embargo, yo
me veo en los espejos; miro al suelo y veo mi sombra; tengo, pues, razones de
peso para pensar que existo. Pero no, no existo. Y si existo, soy invisible. No
formo parte de la opinión pública. Todos los días leo encuestas sobre la
intención de voto, la popularidad de los políticos, los libros leídos en el
último mes, las marcas de detergentes o de tejanos… Bueno, pues ¿podrá usted
creer que nunca, nunca, han tenido los
encuestadores la deferencia de preguntarme algo? Ni la hora.
Lo de las televisiones
también tiene su miga. En la televisión han contado su vida, sus problemas y
sus intimidades todas las personas censadas y algunas más que pasaban por allí.
Todos menos yo. Quiero una oportunidad. Quiero hacer las paces con mi vecino
del 3º B porque andamos un poco disgustadillos por una tontería. Verá usted, su
perro se hizo caquita en el descansillo de la escalera, delante de mi puerta, y
yo metí la caquita en su buzón de correos y después estuvimos un rato recordando,
alternativamente, a los antepasados del otro. Un disgustillo, oiga, y yo quiero
que hagamos las paces en televisión, como todo el mundo.
También quiero ir a
esos programas que hay de amores desgraciados para pedirle públicamente a mi
santa institución, o sea, la Engracia, que se ponga un liguero negro el sábado
por la noche, porque, cuando se lo pido en la intimidad, asoma los rulos del
pelo por encima del Hola y le dice a la
Princesa de Asturias: “¡Vaya curda trae hoy el Casanova, Letizia!”
No quiero cansarle
más, señor. Solicito su amparo para que la sociedad sepa que existo. Para
conmoverle y convencerle he dejado para el final el detalle de la más refinada
crueldad: mire usted si me dan poca importancia, que soy el único habitante de
este país al que Garzón nunca le pinchó el teléfono cuando hablaba con su
abogado.
Siempre a sus pies, su
seguro y muy humilde servidor.
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