lunes, 7 de mayo de 2012

CARTA DE UN CADÁVER CIVIL AL DEFENSOR DEL PUEBLO



Respetado Señor:
Me llamo Buenaventura Grande y Grande, nombre que me ha acompañado desde que nací, y no sé para qué. He estado dudando hasta el último momento si enviarle esta carta a usted, al juez de guardia o al psiquiatra de cabecera, pero creo que usted es, ya, mi última esperanza.
Una vez que me dirigí al psiquiatra debí de pillarle en un mal día y, apenas llevaba una hora  contándole mis problemas, se dirigió a la puerta y dijo: “Que pase el siguiente”. El juez, por su parte, cada vez que le llamo para decirle que soy un cadáver civil, me contesta que él solo va a los sitios para levantar cadáveres de los de toda la vida, que por un cadáver civil no se iba a molestar y que me levante solo.
Porque de eso se trata, señor: soy un cadáver civil. No existo para la sociedad. Sin embargo, yo me veo en los espejos; miro al suelo y veo mi sombra; tengo, pues, razones de peso para pensar que existo. Pero no, no existo. Y si existo, soy invisible. No formo parte de la opinión pública. Todos los días leo encuestas sobre la intención de voto, la popularidad de los políticos, los libros leídos en el último mes, las marcas de detergentes o de tejanos… Bueno, pues ¿podrá usted creer  que nunca, nunca, han tenido los encuestadores la deferencia de preguntarme algo? Ni la hora.
Lo de las televisiones también tiene su miga. En la televisión han contado su vida, sus problemas y sus intimidades todas las personas censadas y algunas más que pasaban por allí. Todos menos yo. Quiero una oportunidad. Quiero hacer las paces con mi vecino del 3º B porque andamos un poco disgustadillos por una tontería. Verá usted, su perro se hizo caquita en el descansillo de la escalera, delante de mi puerta, y yo metí la caquita en su buzón de correos y después estuvimos un rato recordando, alternativamente, a los antepasados del otro. Un disgustillo, oiga, y yo quiero que hagamos las paces en televisión, como todo el mundo.
También quiero ir a esos programas que hay de amores desgraciados para pedirle públicamente a mi santa institución, o sea, la Engracia, que se ponga un liguero negro el sábado por la noche, porque, cuando se lo pido en la intimidad, asoma los rulos del pelo por encima del Hola y le dice a la Princesa de Asturias: “¡Vaya curda trae hoy el Casanova, Letizia!”
No quiero cansarle más, señor. Solicito su amparo para que la sociedad sepa que existo. Para conmoverle y convencerle he dejado para el final el detalle de la más refinada crueldad: mire usted si me dan poca importancia, que soy el único habitante de este país al que Garzón nunca le pinchó el teléfono cuando hablaba con su abogado.
Siempre a sus pies, su seguro y muy humilde servidor. 

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