Se dice que el sentido del
humor permite ver el mundo desde una perspectiva diferente, lo cual tiene un
efecto creativo (permite ver lo que usualmente no se ve) y distanciador (nos
aleja de los problemas para verlos desde fuera). Otro día hablaré un poco más
de esta cuestión, pero hoy toca contar una historia profesional vivida en
primera persona, en la cual el sentido del humor jugó un papel decisivo.
Mi vida transcurría
plácidamente como director comercial de una empresa navarra de tamaño medio muy
bien posicionada en el mercado. Un día me llamó el presidente del consejo de
administración para darme una buena noticia y una mala noticia. La buena era
que me ofrecía el puesto de director en una empresa cuya adquisición estaba a
punto de formalizar. La mala, que dicha empresa estaba en una situación próxima
a la quiebra y mi misión sería reflotarla. El insensato que esto escribe dijo
que sí, mi amo, y que gracias, presidente, y dos meses después ya estaba viviendo
en Alcalá de Henares haciendo una relación de bancos a los que pedir los
créditos necesarios para levantar vuelo.
Aunque en aquella época yo
no sabía demasiado sobre crisis, en dos tardes me convertí en un experto… en
depresiones. Era el año 1975; la agonía y muerte de Franco tenían casi paralizado
el país y la llamada primera crisis del petróleo, de dos años antes, todavía
seguía azotándonos duramente. Y yo con estos pelos.
El primero que elegí era un
banco industrial situado en un impresionante edificio de Madrid, del siglo
XVIII, próximo a la Puerta de Alcalá. Al cruzar la puerta de la calle empecé a
acoquinarme y mi estatura disminuyó varios centímetros. La sala de operaciones
tenía un tamaño parecido al de un campo de fútbol y el suelo y las paredes
estaban revestidos de un deslumbrante mármol blanco. El espacio inspiraba tal
respeto a propios y extraños que todos, clientes y empleados, hablaban casi en
susurros.
El tránsito para llegar hasta
el director, después de subir por una escalera regia y varios despachos de
secretarias, empequeñeció más aún mi ya mermada estatura.
El despacho de dirección, al
que se accedía por una puerta de tres metros de altura, daba a la calle a
través de varios ventanales, pero unos gruesos cortinajes lo sumían en una inquietante
semipenumbra. Avancé por una mullida alfombra, en la que, como le ocurría con
frecuencia al detective Marlowe, casi me hundía hasta los tobillos. El
mobiliario era pesado, oscuro y brillante.
El director y el jefe de
riesgos me recibieron con una severa cordialidad y me invitaron a sentarme en
un lado de una inmensa mesa rectangular de reuniones, sentándose ellos frente a
mí. Tras unas frases banales para romper el hielo, comenzó un interrogatorio
intenso, con muchas pausas en las que tenía que soportar unas miradas
inquisitoriales que me atravesaban de parte a parte. Media hora después la
tensión estaba a punto de derrumbarme, el sudor inundaba mi espalda y mis
respuestas empezaban a ser embarulladas. Estaba perdiendo la partida. De
pronto, y por un extraño e incomprensible mecanismo mental, me acordé de una divertida
obra del teatro absurdo de Ionesco titulada “Jacobo o la sumisión y el porvenir está en los huevos”, y se me
ocurrió una idea propia de Ionesco: ¿qué pasaría si ahora yo me subiera encima
de esta mesa tan brillante, me bajara los pantalones, me agachara en cuclillas
y, cacareando, pusiera un huevo? A pesar del esfuerzo que tuve que hacer para
contener la risa al imaginar la disparatada escena, noté una relajación general
de mis atenazados músculos, mis neuronas se reencontraron y las cosas cambiaron
a mi favor: estuve distendido, ocurrente y, sobre todo, convincente. Conseguí una generosa línea de
crédito, y la relación con aquel banco se mantuvo durante muchos años.
Cuando llegué a casa aquella
noche escribí un relato breve, extraviado en alguna mudanza, en el que el
protagonista ponía realmente un huevo encima de la mesa y, con el crédito
obtenido, montaba una granja avícola en la que él, además de propietario-director
era el maestro ponedor, encargado de enseñar a las gallinas a poner huevos. No
era tan absurdo Ionesco: el porvenir está en los huevos.
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