jueves, 28 de junio de 2012

YO PUSE UN HUEVO EN LA MESA DE UN DIRECTOR DE BANCO


Se dice que el sentido del humor permite ver el mundo desde una perspectiva diferente, lo cual tiene un efecto creativo (permite ver lo que usualmente no se ve) y distanciador (nos aleja de los problemas para verlos desde fuera). Otro día hablaré un poco más de esta cuestión, pero hoy toca contar una historia profesional vivida en primera persona, en la cual el sentido del humor jugó un papel decisivo.
Mi vida transcurría plácidamente como director comercial de una empresa navarra de tamaño medio muy bien posicionada en el mercado. Un día me llamó el presidente del consejo de administración para darme una buena noticia y una mala noticia. La buena era que me ofrecía el puesto de director en una empresa cuya adquisición estaba a punto de formalizar. La mala, que dicha empresa estaba en una situación próxima a la quiebra y mi misión sería reflotarla. El insensato que esto escribe dijo que sí, mi amo, y que gracias, presidente, y dos meses después ya estaba viviendo en Alcalá de Henares haciendo una relación de bancos a los que pedir los créditos necesarios para levantar vuelo.
Aunque en aquella época yo no sabía demasiado sobre crisis, en dos tardes me convertí en un experto… en depresiones. Era el año 1975; la agonía y muerte de Franco tenían casi paralizado el país y la llamada primera crisis del petróleo, de dos años antes, todavía seguía azotándonos duramente. Y yo con estos pelos.
El primero que elegí era un banco industrial situado en un impresionante edificio de Madrid, del siglo XVIII, próximo a la Puerta de Alcalá. Al cruzar la puerta de la calle empecé a acoquinarme y mi estatura disminuyó varios centímetros. La sala de operaciones tenía un tamaño parecido al de un campo de fútbol y el suelo y las paredes estaban revestidos de un deslumbrante mármol blanco. El espacio inspiraba tal respeto a propios y extraños que todos, clientes y empleados, hablaban casi en susurros.
El tránsito para llegar hasta el director, después de subir por una escalera regia y varios despachos de secretarias, empequeñeció más aún mi ya mermada estatura.
El despacho de dirección, al que se accedía por una puerta de tres metros de altura, daba a la calle a través de varios ventanales, pero unos gruesos cortinajes lo sumían en una inquietante semipenumbra. Avancé por una mullida alfombra, en la que, como le ocurría con frecuencia al detective Marlowe, casi me hundía hasta los tobillos. El mobiliario era pesado, oscuro y brillante.
El director y el jefe de riesgos me recibieron con una severa cordialidad y me invitaron a sentarme en un lado de una inmensa mesa rectangular de reuniones, sentándose ellos frente a mí. Tras unas frases banales para romper el hielo, comenzó un interrogatorio intenso, con muchas pausas en las que tenía que soportar unas miradas inquisitoriales que me atravesaban de parte a parte. Media hora después la tensión estaba a punto de derrumbarme, el sudor inundaba mi espalda y mis respuestas empezaban a ser embarulladas. Estaba perdiendo la partida. De pronto, y por un extraño e incomprensible mecanismo mental, me acordé de una divertida obra del teatro absurdo de Ionesco titulada “Jacobo o la sumisión y el porvenir está en los huevos”, y se me ocurrió una idea propia de Ionesco: ¿qué pasaría si ahora yo me subiera encima de esta mesa tan brillante, me bajara los pantalones, me agachara en cuclillas y, cacareando, pusiera un huevo? A pesar del esfuerzo que tuve que hacer para contener la risa al imaginar la disparatada escena, noté una relajación general de mis atenazados músculos, mis neuronas se reencontraron y las cosas cambiaron a mi favor: estuve distendido, ocurrente y, sobre todo,  convincente. Conseguí una generosa línea de crédito, y la relación con aquel banco se mantuvo durante muchos años.
Cuando llegué a casa aquella noche escribí un relato breve, extraviado en alguna mudanza, en el que el protagonista ponía realmente un huevo encima de la mesa y, con el crédito obtenido, montaba una granja avícola en la que él, además de propietario-director era el maestro ponedor, encargado de enseñar a las gallinas a poner huevos. No era tan absurdo Ionesco: el porvenir está en los huevos.

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