sábado, 28 de mayo de 2011

EL TRANCE

No se oía el ruido de una mosca, porque hasta las moscas, sorprendidas y contagiadas por el silencio reinante, escondían su desconfianza en los más recónditos lugares.
Los niños de la casa, después de varias horas de inmovilidad antinatural, mantenían la tensión de un resorte a punto de saltar, pero respetaban, sin comprenderlo del todo, el estático silencio de la interminable espera. Solamente sus ojos, muy abiertos, se permitían el movimiento continuo, alternándose las temerosas miradas infantiles entre la puerta de la salita y la patética figura de su madre, sudorosa, desencajada, la vista fija, como queriendo atravesar la cerrada puerta, centro de atención en aquella calurosa tarde veraniega.
Aunque la expectante familia experimentaba la rara sensación de que las orejas se estiraban para aumentar su sensibilidad auditiva, no se captaba ningún sonido procedente de la habitación contigua. Una hora antes, un grito ahogado, como un juramento contenido, había roto el ritual de silencio, pero éste se había impuesto de nuevo.
Hacía más de cuatro horas que el padre, arrastrando una pesada maleta llena de papeles, había cruzado aquella inquietante puerta, cerrándola tras de sí después de recorrer, con una mirada llena de ternura y preocupación, el cuadro familiar que dejaba atrás y de agradecer, con una triste sonrisa, el mudo aliento de su compañera. “Santa mujer, pensó, siempre conmigo en los trances difíciles”.
De pronto, un ruido de muebles, quizás el vuelco de una silla, seguido de unos pasos que se aproximaban a la puerta, electrizaron el espinazo de todos durante los eternos segundos que tardó en abrirse la puerta.
El padre, saliendo de la salita, se enfrentó a su familia con aspecto cansado. En su mano derecha, temblorosa,  se exhibían unas pocas hojas de papel azulado. Había envejecido en las últimas cuatro horas. Sin embargo, un débil brillo en el fondo de sus pupilas fue la señal para que su esposa,  intuitiva, traductora infalible de sus más íntimos gestos, respirase tranquila, recostando su castigado y tenso cuerpo en el respaldo de la silla.
El penoso trance había pasado. La declaración de la renta había resultado negativa.

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