Una familia de geometría variable
Al comenzar mis vacaciones
playeras, Radio Mochuelo (o sea, el portero de la urbanización) ya me lo había
advertido con una enigmática sonrisita:
-Tiene usted nuevos vecinos en el piso de arriba.
Yo no suelo prestar demasiada
atención a los cuatro o cinco partes diarios que emite el diligente y
voluntarioso informador con el ánimo de crear un positivo espíritu comunitario (“Los vecinos del 1ºB consumen muy poco
agua; yo creo que ni se duchan”; “Los del ático C reciben a gente muy rara. Seguro
que son nudistas y sólo se visten para disimular”). Tampoco la información
sobre mi nuevo vecino me interesó demasiado, aunque la recordé frecuentemente:
el ruido de pisadas en el apartamento de arriba era permanente, de día y de
noche; por la escalera se veía un continuo trasiego de niños, siempre
distintos… Pero, en fin, peores vecinos había tenido.
Un día coincidí en el
ascensor con un desconocido de aspecto deplorable: despeinado, sin afeitar y
con unas pronunciadas ojeras; la camisa y el pantalón estaban pidiendo a gritos
que les dieran unas vueltecitas por la cubeta de la lavadora. Pero lo que más
llamaba la atención era su chocante palidez a esas alturas del verano, cuando
todos lucíamos una piel atezada que era la envidia de los pollos asados en su
jugo. Tras un primer saludo, se presentó.
-Me llamo Carlos. Vivo en el 3ºA, ¿y tú?
-Encantado, Carlos, yo soy Javier y vivo debajo de
ti.
-Ah, qué casualidad. Oye, creo que somos una familia
algo ruidosa. No sé si te molestamos mucho.
-No te preocupes, Carlos, peores golpes da la vida.
Pero, ¿dónde te metes, hombre? En quince días que llevo aquí no te he visto
nunca.
-Ay, Javier, si yo te contara.
Esa es la frase introductoria
de quienes te lo terminarán contando. Habíamos llegado a mi piso y, cuando salí
del ascensor, él lo hizo detrás de mí.
-Subiré andando el tramo que falta. Pero te debo una
explicación por las molestias que te ocasionamos.
Lo invité a entrar en mi
casa y, entre trago y trago de cerveza, me contó su ajetreado verano. Tenía lo
que él llamaba una familia de geometría variable, sorprendente expresión que
significaba que el volumen de la tropa infantil podía oscilar entre uno y siete
niños.
Carlos se había casado dos
veces y sus parejas, otras dos. Cada una de esas cuatro uniones había tenido
sus frutos, reflejados puntualmente en el Censo Nacional de Población. Hasta
ahí, nada llamativo, eso pasa en las mejores familias. Pero mi vecino, para su
desgracia, había comprado el piso en la playa y, el muy infeliz, lo había
puesto a disposición de toda esa caterva infantil.
Su generosidad se vio
recompensada con la presencia de sus cuatro hijos (dos con su actual esposa y
otros dos con la anterior), más dos hijos de un primer matrimonio de su mujer y
uno de la segunda pareja de su primera esposa. Si no conté mal con los dedos
mientras él hablaba, me salían siete, y los siete, correspondiendo a la
generosidad de Carlos, estaban de vacaciones en su piso.
-¿Puedes creer, Javier, que todavía, en quince días,
no he podido pisar la playa ni bajar a la piscina? Así estoy de paliducho y
agotado. Y todavía quedan otros quince días; no creo que sobreviva.
Dicen los físicos que el
movimiento continuo no existe, pero las desdichadas vacaciones de mi vecino
estaban poniendo en cuestión dicho principio.
-Horrible, Javier, horrible. Para muestra, el día de
hoy, y así han sido todos. Esta mañana ya he ido al aeropuerto a recoger a H5,
el hijo mayor del primer matrimonio de mi segunda mujer, que venía de Dublín.
No te extrañe lo de H5; he tenido que numerarlos y ponerle un dorsal a cada uno
para llevar un mínimo control. Pero continúo: después del aeropuerto he ido a
la estación del tren para dejar a H4 con destino Madrid, donde pasará una
semana (¡aunque volverá!) con su madre. Esta tarde, según mi agenda, tendré que
recoger a H6 en un campamento infantil que hay a cien kilómetros de aquí y
llevar a la estación de autobuses a H2, que ahora mismo ni sé quién es ni tengo
puñetera idea de a dónde va. En estas circunstancias no es raro que un día
apareciera en mi casa un niño sin dorsal al que había secuestrado no sé en qué
aeropuerto o en qué estación; o que el sábado pasado se me perdiera H1 (apareció
por la noche, cuando extendimos las camas plegables: se había quedado atrapado
en una de ellas).
-Gracias, Javier -terminó-, esta
es la primera cerveza que puedo tomar tranqui... ¡¿Tranqui-quéeee?! ¡¡¡Pero si
son ya las siete y el campamento de H6 está a más de una hora de aquí y el
autobús de H2 ya habrá salido!!!
Divertidísimo!!! Y verídico como la vida misma de estos tiempos.
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