Los primeros síntomas, que afectaban a una elevada proporción de la población, habían aparecido durante el verano, pero nadie les había prestado la debida atención. Al fin y al cabo, unas pequeñas escamas en la piel eran, pensaban todos, la consecuencia lógica y anualmente repetida del paso por las playas; ya se sabe, el salitre, el sol…
Al entrar el otoño, y esto empezó a preocupar a dermatólogos y alergólogos, las escamas no habían desaparecido. Incluso, se comentaba en reuniones médicas casi clandestinas, en bastantes casos habían aumentado de tamaño, formando una especie de epidermis parecida a… -los especialistas de la piel se reían al decirlo, con carcajadas breves y forzadas- …parecida a la de un pez.
La gente, por las calles, empezó a mirarse con ojos acuosos, inquietantes y fríos. Los oftalmólogos más brillantes del país celebraron una especie de cónclave, donde solamente uno de ellos se atrevió a decir lo que todos pensaban: que a la población se le estaba poniendo ojos de pez.
Era como si las manos perdieran fuerzas. Las cosas que se intentaban coger caían, sin remedio, al suelo. Incluso las más livianas: el lápiz, el cigarrillo. Una tenue membrana empezó a formarse entre los dedos y parecía que los brazos de todos estuvieran disminuyendo de tamaño. Los traumatólogos no pudieron reunirse porque no consiguieron pulsar las teclas del teléfono para comunicar con sus colegas, pero todos ellos hubieran dicho que las extremidades de los habitantes de aquel país se estaban transformado en aletas. En aletas de pez.
Varios siglos más tarde, saltó a los medios una apasionante noticia: un grupo de aventureros submarinistas había descubierto un país sumergido. No se trataba de una reliquia arqueológica (en el año 2390 nadie se sorprendía ya de ese tipo de hallazgos), sino, y ahí estaba el interés de la noticia, de un país vivo y en aparente actividad. Era un país como los demás, pero sumergido: su economía estaba totalmente sumergida; había un gobierno que sumergía las crisis y gozaba de una oposición sumergida; los verdaderos poderes, antiguamente llamados fácticos, mandaban sumergidos, más sumergidos que nadie; un curiosos juego al que los nativos llamaban La Bolsa o algo parecido, funcionaba mediante mecanismos sumergidos. Aparentemente, todo era normal. Se hubiera dicho que era un país perfecto, de no ser porque sus sumergidos habitantes, en la necesidad biológica de adaptarse al medio, habían llegado a tener piel de pez, ojos de pez, aletas de pez, memoria de pez…
Bienvenido a este proceloso mundo. Espero que no te esclavice más de lo estrictamente necesario.
ResponderEliminarLo primero que debo decir es que, tras tantos años, y formando parte de él, no sabía que te sentías tan apabullado por este presunto matriarcado artístico.
Y tampoco entiendo la cantidad de cosas que he tenido que hacer para poder incluir este comentario, como si no hubiera otra manera.
Lo peor: no he podido leer tus entradas aún (debo hacerlo con calma para, si llega el caso, hacer alguna observación que esté a la altura). En cuanto lo haga ya te comentaré (por aquí, o por mail, o por teléfono o -¡oh, cielos!- incluso en persona)
Besos.
Nieves H.
Misterio nº 1: ¿Por qué figura que el comentario está hecho a las 10:51 si son las 19:51?
ResponderEliminarUn amigo muy estimado, pero tan tímido que no ha querido entrar con su comentario en esta página, me ha "acusado", vía telefónica, de meterme en política. Quizás convenga que mi amigo y mis demás amigos sepan que "El país sumergido" lo publiqué en una revista empresarial navarra en noviembre de 1987, lo que demuestra:
ResponderEliminar1. Que la realidad imita a la literatura"
2. Que, poniendo un ojo en el relato y otro en el paisaje que nos rodea, solo se puede decir una cosa: "¡Parece que fue mañana!".