Para
empezar, voy a deshacer la ambigüedad del título diciendo de qué no voy a
hablar.
No
voy a hablar de la tercera fase en el proceso de la borrachera, cogorza,
melopea, embriaguez, curda, turca, mona, pítima, tablón, tajada, merluza,
tranca o papalina; la tercera fase, decía, consistente en la exaltación de la
amistad.
Porque
como todo el mundo sabe, a partir de cierta saturación etílica, se entra en una
primera fase, la polifónica, consistente en cantar a coro “Asturias patria querida, Asturias de mis amores, o las variantes
regionales que corresponda. La segunda fase, la itinerante, consiste en abrazarse
a las farolas eléctricas, y no precisamente por amor al kilovatio. Y llegamos a
la tercera: la exaltación de la amistad. En esa fase se experimenta una
especial ternura por el amigo y se le dan aparatosos abrazos destacando sus inexistentes
virtudes y sellando un pacto de amistad de volátil eternidad.
Bueno,
pues esta relación de la que estoy hablando entre el vino y la amistad no tiene
nada que ver con lo que quiero contaros y, por lo tanto, no voy a hablar de
ella.
Entonces,
se estarán preguntando los esforzados lectores que hayan llegado hasta aquí, ¿de
qué va hoy este tío? Si lo piensan y no se van es porque: primero, son buenos
amigos; segundo, son de buena crianza.
Y
así, burla burlando, diría Lope, ha aparecido un primer factor común al amigo y
al vino: la crianza. Y sobre esto sí que versa mi entrega de hoy.
Hace
unos doce años, cuando terminó la asamblea en la que dejé, después de ocho
años, la presidencia de una asociación de cierta notoriedad pública, fui
asaltado por un gran número de periodistas, o sea, dos becarios, que buscaban,
en exclusiva mundial, las primeras declaraciones de aquel reciente y modesto
“ex”. Uno de ellos me preguntó:
-
En estos años de presidencia, habrá hecho usted muchos amigos, ¿no?
Aunque
quise ponerme estupendo en la respuesta, sólo se me ocurrió, a bote pronto,
esta tontería:
-
Bueno... esto... eeeemm... Yo creo que a los amigos, como a los vinos, hay que
dejarlos en reposo... y el tiempo tiene la última palabra.
Pero
al cabo de las horas, al cabo de los días, la respuesta resonaba todavía,
rebotando alocadamente por pliegues y recovecos en mi cerebro. Pensándolo bien,
lo que dije no era ninguna tontería; cada vez lo encontraba más cargado de
sentido común, porque la relación, equiparación o paralelismo entre los amigos
y los vinos es más evidente de lo que parece.
La
primera similitud se desprende directamente de mi respuesta al periodista: “El
tiempo tiene la última palabra”. En efecto, los amigos, como los vinos, pueden
ser del año (tienen escaso recorrido, duran poco, se avinagran pronto); de
reserva (se conservan durante un tiempo razonable; mantienen, e incluso pueden
mejorar sus cualidades con los años); de gran reserva (son para toda la vida, o
casi; aunque los arrinconemos durante largas temporadas, mantienen vivos sus
principios y, cuando recurrimos a ellos, pocas veces nos defraudan).
Sin
ánimo de agotar los paralelismos, que son muchos, todos tenemos en nuestra amigoteca
mental, que es el lugar donde se coleccionan, almacenan y clasifican las amistades,
algunos amigos que, como ciertos vinos, nos producen un insufrible dolor de
cabeza e incluso vomitera. Y no digamos nada de esos otros cuyo trato
frecuente, abrumador y obsesivo requieren, de vez en cuando, una cura de
desintoxicación.
Pero
es en la cata y degustación de los vinos donde encontramos un lenguaje que
igual sirve para calificar a un vino que a una persona.
Leemos,
por ejemplo, en una guía de vinos refiriéndose a un Penedés: “Tiene rasgos de buena crianza; equilibrado
y agradable, complejo y elegante” Podríamos preguntarnos: ¿Se refiere a un
vino o a un amigo común? Pero la valoración no termina ahí. La ambigüedad puede
acabar rozando… Bueno, que cada uno piense lo que quiera: “Es carnoso, muy largo y con un magnífico retrogusto en el paso por
la boca.”
La
degustación y la cata de un vino, por lo que vemos, son similares a la
valoración de un amigo.
Leemos
en un manual de cata: “La degustación
permite, por mediación de los sentidos, definir un conjunto de impresiones y
sensaciones, buenas o malas, a nivel del tacto, de la vista, del olfato y del
gusto”.
Aquí
me vais a permitir que tire piedras sobre mi propio tejado rompiendo el
paralelismo: hay amigos y amigas a quienes puede ser muy placentero valorar
mediante la vista, el tacto, el olfato y el gusto; pero otros, y tengo en mente
a tres o cuatro, a quienes ni borracho cataría con el tacto o con el gusto y,
desde luego, con el olfato, ni muerto.
En
la próxima entrega voy a seguir demostrando que el lenguaje del vino es un
filón inagotable de similitudes a la hora de calificar y definir a nuestros
amigos, copiando literalmente un vocabulario del vino, con la sugerencia de que
se sustituya la palabra “vino” por “amigo”:
Continuará
en la próxima entrega